Los bulliciosos y abarrotados confines del Hospital Tata Memorial de Bombay contrastaban fuertemente con los campos sin límites de Nagpur.
En el aire se respiraba una potente mezcla de desesperación y esperanza.A la llegada de Rohan, un enjambre de actividad lo envolvió: un diluvio de preguntas, exámenes minuciosos y el tacto de instrumentos helados contra su piel, algo totalmente distinto de la calidez acogedora de sus amados campos.Una palpable sensación de incertidumbre impregnaba el aire, con un peso opresivo.
Mientras yacía en la cama de acero estéril, la sinfonía del hospital resonaba a su alrededor: los gemidos dolorosos, las oraciones susurradas, todo reverberaba en las paredes del hospital. En medio de la cacofonía, se sintió asediado por la culpa. «No pertenezco a este lugar», pensó. No podía quitarse de la cabeza la idea de que había otros que merecían más atención, los que luchaban contra enfermedades más graves. «Deberían tratarlos a ellos primero», razonó, con la respiración entrecortada y pesada.
Los médicos, percibiendo la urgencia de la situación, no tardaron en orquestar una serie de pruebas. Tomaron muestras de sangre de Rohan para realizar análisis de laboratorio exhaustivos y le hicieron una radiografía. Mientras Rohan esperaba los resultados, una inquietante quietud se apoderó de la sala, la tensión casi palpable.