Al cabo de un tiempo, Rohan empezó a encontrar consuelo en el ritmo de la vida como granjero. El olor a tierra fresca, el crujido satisfactorio de las cosechas maduras, el suave vaivén de los campos bajo el vasto cielo… eran su refugio. Cada semilla sembrada era una promesa de vida, una prueba tangible de resistencia y continuidad, una metáfora de su propia vida.
Los días llenos de arduo trabajo bajo el sol implacable también contenían sentimientos de logro y serena satisfacción. Su incipiente barriga era una verdad inquebrantable, pero en medio de la tranquilidad de los campos, resultaba más fácil ignorar las burlas hirientes y las miradas lastimeras.
Aquí fuera, Rohan podía respirar y experimentar la normalidad, sin ser el espectáculo del pueblo. Los campos le daban una sensación de aceptación. Era como si la naturaleza le susurrara palabras tranquilizadoras, prometiéndole que todo acabaría alineándose. En la naturaleza, todo tenía un propósito, y él también. Se aferró a ese pensamiento… hasta que las cosas empezaron a cambiar.