A medida que la rueda del tiempo giraba incansablemente, los días daban paso a las semanas, y las semanas a los meses. El cambio constante de las estaciones, una danza milenaria de la naturaleza de la que había sido testigo en innumerables ocasiones, tenía ahora un significado más profundo para Rohan. En el flujo y reflujo del tiempo encontró consuelo, aprendiendo poco a poco a aceptar su extraordinario destino. El conocimiento de que había albergado una vida en su interior, una maravilla tácita, resonaba profundamente, llevándole a considerar su existencia poco menos que milagrosa.
Los verdes campos, antes emblemáticos de su incesante labor, se transformaron en un santuario. Fue aquí, entre el susurro de los cultivos y la tierra nutricia, donde Rohan encontró un espacio tranquilo para la autorreflexión, un lugar donde conectar consigo mismo y con la presencia espectral de su gemelo. La vasta extensión le servía de catedral de solaz, donde podía reflexionar sobre su viaje único bajo el cielo expansivo.
Poco a poco, la conmoción y la incredulidad iniciales fueron desapareciendo, sustituidas por una duradera sensación de aceptación y unidad. Rohan había pasado de ser una entidad única a una dualidad armoniosa: no era sólo Rohan, sino Rohan y su gemelo silencioso, una amalgama única del impredecible misterio de la vida. Era un testimonio de los giros extraños y los milagros inesperados de la vida, una encarnación viviente de lo extraordinario dentro de lo ordinario.