Atrapada entre la cautela y la compasión, Marianne permaneció inmóvil, con el corazón martilleándole contra la caja torácica. No podía apartar los ojos del lobo, cuyos anchos hombros subían y bajaban con cada respiración tensa. El silencio de la incredulidad llenó la iglesia, denso como el incienso. ¿Qué demonios llevaba?
El hermano Paul, mayordomo principal de la iglesia, entró corriendo con una linterna, pidiendo a todos que mantuvieran la calma. «Por favor, diríjanse a la salida», ordenó con el eco de su voz en las columnas de piedra. Un remolino de túnicas y pasos de pánico pronto obstruyó el pasillo, y la multitud se apresuró a seguir sus indicaciones.