Una vez más, el lobo soltó un gruñido amenazador, haciendo que el hermano Paul retrocediera. Marianne se mantuvo firme, concentrándose en su respiración. Notó que se le llenaban los ojos de lágrimas; no sabía si de miedo o de empatía. Lo que sí sabía era que tenía que actuar.
Armándose de valor, Marianne extendió suavemente la mano con la palma hacia arriba. «Queremos ayudar», dijo en voz baja, aunque le temblaba la voz. Las orejas del lobo se agitaron mientras procesaba sus palabras. Por un momento, la tensión disminuyó, como si el lobo reconociera una intención compartida: proteger a la frágil criatura acunada en sus fauces.