Subió al coche y corrió hacia el lugar de la boda, esperando que el tráfico no le hiciera llegar demasiado tarde. El sol era una brasa ardiente que se hundía perezosamente en el horizonte como si también hubiera renunciado a que Oliver llegara a tiempo a la boda. Tenía los nudillos blancos, agarrando el volante con frustración. El lugar de la boda, el castillo de Artagne, le parecía lejano mientras miraba el reloj del salpicadero. Eran las 17:47 y cada minuto que pasaba le hacía llegar más tarde.
El claxon del coche sonaba como si se burlara de él, aumentando su estrés. «¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora?», pensaba Oliver. Como fotógrafo de bodas, capturar momentos de alegría era el trabajo de su vida. Pero justo en ese momento, su propia felicidad se sentía lejana, oculta tras el creciente sentimiento de decepción.