Oliver vaciló, dividido entre su conciencia y la duda enconada que no le dejaba en paz. Justo cuando estaba a punto de adentrarse en el remolino de rostros jubilosos y llegar hasta Anna, ella salió con elegancia de la multitud, desapareciendo en una sala más pequeña, lejos de los asistentes a la boda. Era ahora o nunca.
Respirando hondo para calmar el acelerado ritmo de su corazón, la siguió hasta aquel espacio más tranquilo. Cuando su mano se posó sobre el pomo de la puerta, sintió que sostenía no sólo un trozo de metal, sino algo que podría cambiar muchas vidas, incluida la suya. «Aquí no pasa nada», murmuró en voz baja, y empujó la puerta.