Derrick se quedó helado en la blanca sala de espera, con el eco de las palabras del veterinario retumbando en sus oídos: Rusty está en estado crítico. Las luces del techo zumbaban y el aire estaba impregnado de antiséptico, pero Derrick sólo podía concentrarse en el sube y baja superficial del frágil pecho de su perro. Cada segundo que pasaba le parecía una eternidad que se le escapaba de las manos.
El tono grave del veterinario no dejaba respirar a Derrick. Las opciones de tratamiento eran limitadas y el coste se cernía como una montaña que no tenía esperanzas de escalar. La culpa se retorcía en su interior, recordándole que ya había fracasado en su intento de mantener su vida en orden: ¿cómo podría salvar a Rusty ahora? Sin embargo, a pesar del sombrío pronóstico, Derrick se aferraba a una pizca de esperanza.
A través de una pequeña ventana de la puerta, Derrick vio a Rusty inmóvil sobre la mesa de acero inoxidable. Los tubos serpenteaban alrededor del cuerpo inerte del perro y los monitores emitían pitidos urgentes. A Derrick se le llenó la frente de sudor al darse cuenta de que estaba ocurriendo lo impensable: podía perder al único compañero que había estado a su lado a pesar de todo.