Daniel tropezó y cayó de rodillas. El hielo le mordió los pantalones, afilado como una daga. Se levantó, sacudiéndose la nieve, pero cada movimiento le resultaba más pesado. Su cuerpo lo traicionaba, se apagaba lentamente.
¡No te duermas! Sigue moviéndote La voz en su cabeza era distante, como si estuviera enterrada bajo capas de hielo. Si se detenía, aunque sólo fuera un instante, la nieve lo sepultaría y nadie podría encontrarlo. Ya había visto antes a excursionistas desaparecer de esa manera: cuerpos engullidos por la montaña para no volver jamás.