Sabía que conducir con aquel tiempo era peligroso -las carreteras heladas y la escasa visibilidad hacían que cada curva fuera traicionera-, pero la urgencia que sentía en el pecho era mayor que el riesgo.
No podía dejar morir al osezno, no después de todo lo que había hecho. El viaje parecía un delicado ejercicio de equilibrismo. Jeremy quería correr hasta el veterinario lo más rápido posible, pero las carreteras resbaladizas le obligaban a moverse con cautela.