Se hizo el silencio, salvo por el zumbido del motor y los frenéticos latidos de su corazón. Sus manos temblaban contra el volante mientras exhalaba tembloroso, dándose cuenta de lo cerca que había estado del desastre. El poste de la farola estaba a apenas medio metro de su parachoques delantero; si no hubiera chocado primero contra el banco de nieve, se habría estrellado de cabeza contra él.
Respiró entrecortadamente mientras se giraba para ver cómo estaba el conejo. El bulto se había movido ligeramente, pero permanecía en el asiento, imperturbable. No había reaccionado en absoluto a la casi colisión, su pequeño cuerpo seguía encerrado en aquella aterradora quietud.