En casa, las cosas no iban mejor. Esther tenía la costumbre de romper los juguetes de Arthur y James, no por frustración infantil, sino metódicamente, como un adulto que desmonta algo pieza a pieza. Sin embargo, cuando se la confrontaba, se echaba a llorar como un niño al que se le ha negado una golosina.
Verónica se esforzaba por conciliar estas contradicciones. En un momento, Esther actuaba como una adulta, astuta y manipuladora; al siguiente, era una niña indefensa que sollozaba sin control. El latigazo emocional dejó a Veronica exhausta, intentando dar sentido a la extraña dualidad.