Con una determinación que la sorprendió incluso a sí misma, Katie tomó una decisión. Llevaría al gato montés a una habitación cercana, con la esperanza de contener la situación y ganar algo de tiempo para pensar. El plan, elaborado de improviso, funcionó mejor de lo que se atrevía a esperar. El sonido de la puerta al cerrarse tras ellos fue agudo, un chasquido definitivo que parecía sellar sus destinos en aquel espacio confinado. El aire se volvió denso, cargado de una expectación que pesaba sobre sus hombros. «¿Y ahora qué?
Durante un breve instante, hubo silencio, una engañosa calma antes de la tormenta. Entonces, la atmósfera cambió palpablemente. Los ojos del lince, antes llenos de una especie de comprensión cautelosa, brillaban ahora con una luz feroz e indómita. Su cuerpo se puso rígido y sus músculos se enroscaron como resortes a punto de estallar.