Poco a poco, incluso sus hijos empezaron a darse cuenta de que algo iba mal. El mayor, un niño perspicaz de 10 años, era especialmente observador. A menudo describía a los niños de su edad como esponjas que absorbían información y señales de su entorno. Nada se les escapaba.
Sabía que si confiaba en él, haría todo lo posible por guardar su secreto, al menos durante un tiempo. Sin embargo, no podía soportar la idea de cargarle con semejante responsabilidad durante mucho tiempo. No sería justo para él. Además, lo que más le preocupaba era si su hija pequeña también podría -y, lo que era más importante, querría- guardar el secreto.